Poder del pueblo

CUALQUIER democracia está hecha un asco, sobre todo por tratar de parecerse y pregonarse como tal sin serlo. Ya los primeros, lo pasaron muy mal porque sabían el fin, tenían sus dudas sobre el camino de llegar y sobre la dificultad de la llegada: ¿merecían ser generosos con los que nada habían puesto más que la mano de pedir abierta? No es inverosímil que hoy, en Europa, se alarmen unos cuantos –pocos, porque estamos llamando democracia a cosas muy raras y miramos por encima del hombro a rumanos y gitanos– o nos parece poca democracia la que cabe en la apretada cabeza de ciertos gobiernos que, de verdad, no han nacido para gobernar... Y es que la democracia es bonita de nombre, pero dificilísima como forma de vida: el reparto de los órganos, el trabajo comparado con idénticas calidad y precisión; el establecimiento de vías paralelas, la elección igualitaria de los gobiernos, la denuncia de los abusadores, la identidad de quienes conforman la nación, su pueblo y gobernantes, la unidad ideal de sus aspiraciones. Y hasta el orgullo de sentirse de ella, porque ella es nosotros. ¿Hay de eso hoy? Miremos con paciencia, constancia y esperanza. Y avivemos el paso. Un cosa es predicar y otra dar trigo.